martes, 23 de octubre de 2012

Capítulo II


Alasdeir O'Thoghda, apodado en el pueblo Roy por su pelo rojo, era huraño y distante desde que le conocían. Llegó con su esposa Siobahn haría veinte años. Ella era una mujer de tez blanca como el mármol, como así mismo era su hija Sinead. Nadie le preguntó de dónde venia, ni porqué. Sabían que de algo huía, pues cada vez que alguien subió el camino a ofrecerle alguna cosa, él le recibió espada en mano. Aquella enorme espada de hoja tan negra como la noche. Pero poco a poco, se acostumbraron a ello y él también debió hacerlo porque desde hacia mucho nadie le vio armado mas que con el azadón. Alasdeir no solía bajar al pueblo mas que para intercambiar alguna cosa y eso era muy de vez en cuando. Por eso todos se extrañaron de verlo allí aquella mañana y sin su inseparable Ian, el pequeño de diez años que parecía formar parte de sí mismo. Alasdeir traía del ronzal su caballo pequeño y nervioso y lo ató en la puerta de la taberna del viejo Duncan O'Faolain. Si alguien nuevo llegaba al pueblo y no tenia donde quedarse ni conocía a nadie, ese era el único lugar de todo  Cill Chainnigh donde poder alojarse. Se asomó al interior por la única abertura de la cabaña y la estancia se oscureció de tal modo que los seis que estaban dentro se volvieron excepto uno. Alasdeir reconoció a los otros cinco como habitantes del pueblo. El viejo Duncan y su hijo, Ciaran el del molino y los dos hermanos Mac Cathain. Inevitablemente su mirada fue hacia el sexto hombre que aun permanecía sentado y de espaldas a la puerta.

 

— Buenos días Roy — dijo el viejo Duncan. — ¿Qué te trae por aquí?
    Me andas buscando — dijo Alasdeir sin hacer caso al saludo del tabernero — bien, aquí me tienes.

 

El hombre continuó bebiendo lentamente su sopa haciendo bastante ruido al sorberla del cuenco. En la taberna se hizo el silencio. El extraño bebió el último sorbo y se giró lentamente. Su rostro dibujaba una sonrisa lobuna y una enorme cicatriz le recorría su mejilla derecha hasta la ceja señalando un horrible hueco en la cuenca vacía del ojo. Trataba de ocultarlo con el negro y grasiento cabello, pero Alasdeir no necesitaba verlo para recordar su desagradable visión.

 

— Ya no me esperabas ¿no es cierto?

— La verdad, esperaba que te estuvieses pudriendo en la barriga de alguna alimaña.

— Vaya, también yo me alegro de verte — dijo al tiempo que se levantaba y se colocaba frente a Alasdeir mirándole de arriba abajo.

— Dime lo que quieres de mí antes de desaparecer para siempre.

— Vaya, Blåansikt — dijo rodeándole lentamente y observando la figura gastada aunque imponente aún de Alasdeir — ¿Y vas a ser tú quien me haga desaparecer?

— Hace mucho que nadie me llama Blåansikt.

— ¿Es que aquí nadie te conoce verdaderamente... Blåansikt?
    Cierra tu boca hiena, siempre tuviste la boca grande, lástima que nadie te la cerró... aún. Dime ya qué quieres o vete.

 

Los presentes no salían de su asombro. ¿Quién era aquél extranjero norteño y de qué conocía a Roy, por qué le llamaba con ese nombre extraño y lo más importante, qué venia buscando según el propio Roy O'Thoghda? No obstante ninguno se atrevía a mover un solo músculo.

 

— Sabes bien lo que busco, no te hagas el tonto. Para ti es una carga, ya lo dijiste una vez —El tuerto sonreía y acariciaba el pomo de su espada.

— ¿Porqué vienes buscando algo que ya no pertenece a nadie, ni a nadie debe pertenecer? Además ya no hay nada allí. Sólo ruinas y fantasmas.
    Vamos Blåansikt, sabes que esa corona es importante. No es un simple aro de hierro. Es el respeto de todo el norte, de todas las gentes que allí moran. Me pertenece. Luché por ella una vez y por llevarla también. Es mía y nadie podrá arrebatármela ahora que su anterior dueña ha muerto.

 

Alasdeir recordó como un relámpago en su mente cuando cierto día no muy lejano recibió otra visita en su pequeña granja. Un hombre alto y rubio con la oreja llena de argollas y los brazos tatuados atravesó el pueblo junto a una pequeña escolta armada. Ejnar, pues así se llamaba, llevaba el pelo corto y una pequeña barba tan rubia que apenas se distinguía de su blanca piel. Los ojos del norteño eran tan claros como si estuviesen hechos de puro hielo y su mirada tan fría como tal. Cuando llegó a la granja, Alasdeir le saludó efusivamente como si le conociese de tiempo. Sinead no perdió detalle de todo aquel acontecimiento y aun de lejos pudo oír parte de la conversación.

 
    ¿Qué te trae por aquí Ejnar, amigo mío? — dijo Alasdeir.

 

El tal Ejnar llevaba en su mano una vasija de barro y colgado del hombro un zurrón de cuero profusamente repujado. Lentamente se lo entregó a Alasdeir  e intercambió algunas palabras con él que escaparon al oído de Sinead. Alasdeir agachó la cabeza y apretó contra sí la vasija como si fuera un bien muy preciado. El rubio norteño posó su mano sobre el hombro de Alasdeir como si le consolara. Sinead aguzó el oído.

 
    Ella quería que la tuvieses tú. Nada queda allí ya. Tu sabrás que hacer con ella.

 

Alasdeir abrió el zurrón y saco de su interior un hato de tela que desenvolvió lentamente. De su interior sacó una especie de aro metálico de color oscuro. Lo sostuvo unos segundos y lo envolvió de nuevo devolviéndolo al zurrón. Introdujo una mano en la vasija y la sacó con un fino polvo gris. Llevó su mano a los labios y cerró los ojos. Tras aquella visita Alasdeir estuvo varios días sin dormir y sin hablar. Sinead  imaginó que debían ser las cenizas de alguien muy querido por su padre pues estaba demasiado abatido. También imaginó que debía ser alguien del este puesto que en aquella parte del mundo aun solían quemar a los muertos, una práctica que los buenos cristianos abominaban. Del aro metálico jamás volvió a saber nada.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

MAKIAAAAAANDEEEEEER!

Aprendiz de escritor dijo...

Es nuestro malo particular y mi Némesis.

Aprendiz de escritor dijo...

shhh, pero tú..no cuenteh na...que ya lo cuento yo (viejalvisillo mode)