sábado, 17 de noviembre de 2012

Capítulo IV


Sinead descargaba un poco de heno para alimentar al buey que les servia en el arado cuando oyó acercarse un carruaje. Distinguió a su hermano Ian y al hermano Adrian y dos o tres hombres más. Se colocó la mano a modo de visera para escudriñar los rostros pero, ni por su porte ni por su cara pudo encontrar a su padre. Se acercó a ellos lentamente saludando con la mano. Ian venia cabizbajo abrazado al sacerdote y en el carromato se adivinaba un bulto cubierto de una sabana. Inmediatamente se detuvo, sus peores temores se hicieron realidad. Se sintió mareada y se sentó en un mojón del camino a esperar lo inevitable, la llegada de aquella lúgubre comitiva. Tenia los ojos arrasados de lágrimas cuando llegaron a ella.

— Sinead, hija mía. Ten valor, ya nada puede hacerse — dijo el hermano Adrian agachándose ante ella mientras Ian se le abrazaba sollozando.
— Quise ayudarle, hermana, quise ayudarle pero él le mató. Sólo pude herir a ese mal nacido.
— Ian cuida tu lenguaje. Llevemos a padre a casa — dijo Sinead tratando de recobrar la compostura.

Llegaron a la puerta de la casa y entre los hombres bajaron el cadáver de Alasdeir y lo colocaron sobre una mesa para amortajarlo y lavarlo. En ese momento entró Ardrid, el viejo criado de la casa. Desde la puerta se cubrió los ojos con la mano y salió afuera con las uñas clavadas en la palma de la mano. El pequeño Ian salió tras él.

— Ardrid, mi padre me dijo antes de morir que tu sabrías que hacer. Que te siguiéramos siempre.
— ¿Quién hizo esto? — murmuró — ¿cómo era y como se llamaba el rufián que ha matado al... a tu padre?
— Flintan, un hombre mal encarado y tuerto. Le herí en una pierna, Ardrid, y le hubiera matado de no ser por que salió huyendo cuando llegó el hermano Adrian y los demás.

Ian tenia levantado un puño y Ardrid le acarició el pelo rubio con una desdentada sonrisa.

— Vamos adentro, hay que honrar a tu padre como se merece, como a él le hubiera gustado.

Juntos entraron mientras habían llegado varias mujeres que ayudaban a lavar la herida y el cuerpo del otrora lleno de vida Alasdeir. El hermano Adrian de rodillas junto a la joven Sinead rezaba con las manos unidas sobre su rostro.

— No gastes tus inútiles balbuceos fraile, a él no le sirven — dijo Ardrid y Sinead le fulminó con la mirada.

El hermano Adrian detuvo a la chica cogiéndola del brazo y negó entrecerrando los ojos. Se persignó y se levantó pesadamente.

— Nunca está de más una oración Ardrid. De todas formas no te preocupes, sé que Alasdeir era un caso perdido y que no descansaría en paz si no le hiciéramos un entierro como a él le hubiese gustado. Prepara la pira y Dios sabrá perdonarle si tenia el corazón limpio.

Sinead iba a protestar pero el fraile la tomó por los hombros y la sacó fuera. La convenció de que lo importante al fin y al cabo era como su padre hubiera vivido y no como había muerto y como estuviese enterrado. Desde que llegara a Cill Chainnigh nunca tuvo una pelea ni nadie tuvo nada que hablar mal de él. Con ellos se comportó siempre como un buen padre y por tanto, Adrian estaba seguro de que iría a un buen lugar ahora que estaba muerto.
Ardrid amontonó una pila de leña al borde de un barranco cercano a la granja. Soplaba una ligera brisa de los montes cercanos. Hasta allí subieron el cadáver de Alasdeir vestido con un traje de cuero ajado que sacó Ardrid de un arcón. Cubierto con una gruesa capa de piel de oso, blanca como nieve, y con la espada de Flintan a sus pies, ardió Alasdeir hasta consumirse y quedar reducido a cenizas y polvo. A unos metros estaba Ardrid vestido como un hombre del Este, un noruego, con su espada en el cinto y a su lado Ian que portaba la negra espada de su padre. Sinead les veía desde lejos, pues no había querido participar aunque no quería faltar al último adiós a su progenitor, por muy pagano que fuera el ritual. El anciano recogió las cenizas y las mezcló con aquellas que hacia algún tiempo trajeran aquellos hombres del Este [5].

— Ian, tenemos que recogerlo todo y marcharnos. Hemos de hacer el último gesto por ellos — dijo sopesando la vasija que contenía los restos de su padre y de otra persona. — Además ya no es seguro estar aquí.

Sinead llegó hasta ellos y oyó al viejo Ardrid. Abrazó a su hermano.

— Ni hablar, no dejaremos la granja que tanto esfuerzo nos costó levantar. Aquí está enterrada mi madre. Aquí enterraré a mi padre y aquí viviremos hasta que nos toque acompañarles al más allá.
— Si os quedáis aquí no dudes que será más pronto que tarde pequeña Sinead. Ese Flintan no tardará mucho en venir a reclamar lo que cree que es suyo.
— Tiene razón hermana, tu no sabes la bestia que mató a padre. Él me aconsejó que siguiéramos a Ardrid siempre, que él sabría que había que hacer — añadió Ian.
— Tu no eres más que un niño Ian, no tienes idea de...
— ¿Y qué eres tú Sinead, una mujer tal vez? — cortó el pequeño. — yo sólo digo lo que nuestro padre quería que hiciéramos.
— Él ya no está aquí, no tiene que dejar su casa y lo que conoce.

Sinead se echó a llorar. Ardrid la abrazó, no era en el fondo más que una niña y acababa de perder su único amparo. Ian se abrazó a su hermana.

— No os preocupéis que yo cuidaré de vosotros.

Al día siguiente sin más dilación, Ardrid comenzó a empacar lo necesario para partir. Pese a los esfuerzos del hermano Adrian por convencerle de que estaban seguros allí mientras el pueblo les ayudase, no cejó en su tarea y obligaba a los niños a andar raudos para tenerlo todo preparado para partir al día siguiente.

— Recapacita viejo loco, ¿adonde iras con dos criaturas y sin una simple moneda en la bolsa? Aquí tendrás ayuda.
— ¿Ayuda? Tu no tienes ni idea de quien es Flintan McAnder y de lo que será capaz por recuperar lo que quiere. Cada minuto que estamos aquí es un paso más cerca de hacer compañía a Alasdeir “Roy” O'Thoghda. — Ardrid continuaba metiendo bártulos en el carromato que sirviera para traer el cuerpo de su amigo.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Capítulo III


Alasdeir dio un paso atrás separándose del tuerto y asió la empuñadura de su espada. Todos los presentes se levantaron de un salto y se fueron acercando a la pared como protección ante la violencia que se veía en los ojos azules de Alasdeir.

— Vete mientras estás a tiempo Flintan.
— ¿Quién me obligará, tú? — rió con una mueca mientras empuñaba una espada sacada casi de la nada.

Alasdeir trató de sacar la suya, pero quedó atascada en su funda. Hacia tiempo que la tenia olvidada entre sus recuerdos dentro de una caja de madera roñosa y el acero estaba pegado a la funda de cuero endurecida por la falta de engrase. Ante la estocada de Flintan McAnder, el tuerto norteño de oscuros cabellos que parecía conocer demasiado bien a Alasdeir, éste tiró fuertemente del mango rompiendo la tira de cuero que a modo de tahalí dejaba colgada su espada en su costado y, esquivando el golpe, paró con la suya la espada de Flintan. Así estocada a estocada, golpe tras golpe, la vieja espada de Alasdeir quedó desnuda frente a su oponente.

— Hacia mucho que no lucias tu Claiohmdubh.(3)

Decididamente Flintan estaba en forma, no así su oponente que fue cediendo terreno hasta encontrarse con la pared.

— Te has hecho viejo Alasdeir, para luchar, para reinar y para vivir.

Alasdeir sacó fuerzas y se pegó a él uniendo ambas espadas mientras forcejeaban tratando de recuperar terreno. Ninguno de los dos se apercibió de una furtiva sombra que se había colado en la estancia y desde un rincón no perdía detalle. Alasdeir empujó a Flintan contra una silla y éste trastabilló hasta quedar de rodillas, momento en que aprovechó para levantar el brazo con la intención de descargar un golpe contra el cráneo o el hombro del tuerto. En un instante vio una figura pequeña  acurrucada contra la pared y se detuvo con el brazo alzado.

— ¡Ian! Vete de aquí — bramó.

Fue más el quedarse sin respiración que el dolor, lo cierto es que cuando se miró el vientre contempló con estupor como Flintan, aprovechando el instante de duda, había hundido un cuchillo bajo las costillas. Dejó caer la espada y vacilando se acercó a la pared intentando deshacerse de aquel acero que mordía rabioso su costado. Un fuerte dolor oprimía su pecho cada vez que trataba de respirar. Flintan se levantó y se le acercó.

— Vamos, dime donde está la corona de Thule(4) o me harás buscarla en tu casa, y tengo aquí a quién me llevará — dijo tomando del pelo al pequeño.

Alasdeir escupió un golpe de sangre y tos. Sus ojos reflejaban la certeza de que todo había acabado para él. Flintan se le acercó aun más y hundió sus dedos en la herida que hacia burbujas sanguinolentas por donde escapaba el aire que Alasdeir trataba de respirar. De pronto un grito ahogado salió de la garganta de Flintan, Ian había cogido la negra espada de su padre y la había hundido en la pierna del desfigurado tuerto. Cuando iba a descargar un tajo sobre el niño oyó que se acercaban algunos aldeanos encabezados por el hermano Adrian armados con porras y horcas. Flintan comprendió que poco podía hacer el solo contra aquella chusma y optó por huir no sin antes advertir a Alasdeir que recuperaría el aro de acero fuese como fuese.
Ian se acercó a su padre que yacía sentado sobre un charco de sangre haciendo acopio de sus últimas fuerzas.

— Ian, hijo mío, cuida de tu hermana, Ardrid sabrá lo que hay que hacer. Hacedles caso en todo.
Ian lloraba entre sus brazos cuando entraron el hermano Adrian y el resto de aldeanos. Alasdeir estaba muerto y del tuerto no había mas rastro que un reguero de sangre hacia una ventana.