sábado, 19 de enero de 2013

Capítulo X



Todos los días Deri se entrenó con sus compañeros y luego con Maeve. A medida que pasaban las semanas fue creciendo y haciéndose fuerte. Más que sus compañeros que no tenían la doble sesión de entrenamiento que él. Maeve por su parte le cogía cada vez más cariño y admiración. Ella ya sabia luchar como cualquiera de los niños gracias a Deri. Pudo comprobarlo un día que dos chicos mayores se quisieron reír de ella cuando en el patio trasero del dūn la abordaron cortándole el camino.

— Si quieres pasar tienes que pagar. Ese broche por ejemplo.
— Quitaos de en medio u os arrepentiréis.

Ante la risa de los chicos Maeve cogió una estaca apoyada en la pared y con un par de fintas los dejó fuera de combate doliéndose de los golpes. Ella se alejó despacio y ufana regodeándose en su triunfo.

Ya para entonces Alasdeir y Maeve eran uña y carne. Ningún movimiento del chico era inadvertido por ella y no había nada que Alasdeir hiciera que no contase con el beneplácito de Maeve. Sin embargo su relación no  pasó desapercibida al propio Eochaid ya que no había día que su hija no le nombrase en alguna ocasión. Esto, lejos de ser un asunto de críos, empezó a preocupar al rey que temía que esa amistad de niños pasara a más dentro de unos años ya que su hija era su herencia y tenia otros planes para ella.



Ardrid se levantó y Sinead protestó.

— ¿Eso es todo? ¿Nos vas a dejar ahora así?
— Hay que comer, voy por algo para los tres.

Ian tragó saliva. Estaba en éxtasis escuchando la historia de la infancia de su padre. Cuando Ardrid se marchó asaltó a su hermana.

— O sea, que padre perdió a su familia. Y esa Maeve, debió ser su novia o algo así. Tan pequeño y ya sabia luchar. Sinead yo también quiero aprender y entrenarme.
— Tranquilízate Ian. Todo eso debe ser una patraña inventada por Ardrid, un cuento — contestó Sinead que veía en los ojos de su hermano un brillo especial que le recordaba a los de su padre cuando se ponía a rememorar viejos tiempos.
— Créetelo o no — dijo Ardrid que acababa de llegar, — pero es la verdad tal como me la contó la propia Maeve. Siento que tu padre no haya sido criado en una granja como vosotros, pero deberíais sentiros orgullosos de cómo sobrevivió un niño tan pequeño a tanto sufrimiento.

Sinead se sintió avergonzada y bajó la mirada. Ardrid repartió la comida que le habían dado, sardinas ahumadas y cerveza, lo más sencillo de llevar en un barco y lo único que podía durar durante la travesía Una comida y una bebida que daba energía y no hacia enfermar. Comieron en silencio y algo más tarde se acostaron. Mientras no les llegaba el sueño, Ian pidió que continuara la historia. Ardrid se negó pero ante la insistencia del pequeño decidió contar un poco más.


De cómo Alasdeir llegó a ser llamado Uladh


Habían pasado algunos años y Deri era ya un muchacho de unos diez años. Era bastante alto y más fuerte que el resto de su grupo. Seguía entrenando con Maeve por las tardes y ambos mantenían un vinculo de hermandad que empezaba a no pasar desapercibido al resto de compañeros. Tampoco a Eochaid.
El llamó a su hija un día para hablarle de su futuro. Maeve acudió. Allí estaban su madre, también Ygrainne, la hermana mayor de Maeve y la pequeña Ainne, que había nacido cuando ella y Alasdeir se conocieron. Tendría cinco años. Su padre le habló.

— Mi querida niña, estas llegando a una edad en la que no conviene que andes sola por ahí. Tienes que prepararte para ser una buena esposa y una reina como tu madre.
— ¿Porqué? — preguntó la niña.
— Es tu cometido. Buscaré un buen marido para ti y algún día serás reina de algún país vecino.
— Pero yo no quiero ser reina, ni esposa, ni madre. ¿Porqué no pueden serlo mis hermanas?— dijo señalando a la pequeña Ainne.
— Tú harás lo que yo diga. Y no me gusta que te veas tanto con ese joven cadete, tú eres una mujer y no debes mezclarte con esos rapaces.
— Es mi hermano y me gusta estar con él.
— ¿Tu hermano? Tu estás loca. ¿Bromeas o qué? Tus hermanas son Ygrainne y Ainne. No tienes más.
— Él es mi hermano, yo así lo siento. Yo y él somos una misma persona. Al menos lo fuimos.
— No voy a oír más tonterías. Harás lo que yo te digo y punto. Ahora márchate.

Maeve salió llorando de rabia. Corrió a esconderse en lo más oculto del dūn. Eochaid llamó al instructor de los jóvenes para interrogarle sobre el joven.

— Es uno de los mejores que he tenido a mi cargo Mō Rī (mi rey). Ha ido superándose día a día. Estoy muy orgulloso de él.
— ¿De quien es hijo, algún rico granjero o un noble del entorno?
— Me temo que no- dijo ante el asombro del rey. — Es uno de los chicos sin familia. Le trajeron de la frontera.
— Bien tráemelo, quiero conocerlo.

Así al día siguiente tuvo que presentarse ante el   Eochaid. El hombre alto y moreno le explicó como debía comportarse ante el rey. Alasdeir se arrodilló al entrar en la sala donde le esperaba el monarca. La trenza que solían llevar a un lado de la cabeza colgaba junto a su mejilla. Eochaid le ordenó levantarse.

— Me han dicho que eres un buen luchador y que aprendes mucho.
— Es un halago viniendo de vos que sois un gran guerrero — dijo Alasdeir siguiendo la instrucción del hombre alto.
— Muy bien — añadió el rey complacido. — ¿Estás a gusto con tus compañeros?
— Son muy valientes todos y somos casi hermanos.
— Sé que conoces a mi hija Maeve. ¿Qué piensas de ella?
— Eh... no sé que decir. Yo no quiero molestarla. Es como una hermana.
— No es tu hermana. Ella es una princesa. Tiene una labor que hacer y no pasa por ser nada tuyo. ¿Me comprendes?
— Claro señor — dijo Deri tragándose su orgullo.
— Bien, espero que lo recuerdes. Ahora sigue entrenándote y conviértete en un hombre de Connacht, para que los tuyos se sientan orgullosos de ti estén donde estén. Puedes marcharte.

Alasdeir se arrodilló antes de girarse y marcharse. Iba a atravesar la puerta cuando se volvió. Con los puños apretados se enfrentó al poderoso rey con sus diez años.

— Yo no soy un hombre del Connacht y nunca lo seré — dijo mientras el rey se levantaba estupefacto. — Yo soy del Uladh. Del Uladh.

Irlanda estaba dividida en cinco reinos, cuatro reales y uno virtual. Connacht y Uladh al norte y Mumham y Laighean al sur. En el centro geográfico existía un reino llamado Meath donde vivía el Ard Rī , el Alto Rey. Elegido entre los cuatro reyes de la isla gobernaba al resto de forma espiritual. Desde hacia mucho era elegido un rey del Uladh, de la estirpe de los O’Niahll. Los reyes del Connacht estaban enfrentados a los reyes del Uladh, como ya sabemos, desde tiempos inmemoriales. El Laighean apoyaba al Uladh porque los caudillos noruegos que gobernaban realmente las ciudades del reino querían mantener la amistad con su vecino del norte con quienes compartían costa. El Mumham, situado en la esquina inferior izquierda de la isla era comprado por el Uladh ofreciéndole el apoyo en cuantos litigios tuviesen con el Connacht. Así el rey Eochaid estaba solo en su norte lluvioso y de altas costas sin puertos ni grandes ciudades. Era una región yerma y agreste sin apenas riqueza. No era suculenta ni deseada y por ello quizás aun mantenía su independencia. Pero era tierra de valientes y habrían vendido cara su integridad.
La noticia de lo que había ocurrido en la sala del consejo del rey llegó rápidamente a todo el dūn, más aun cuando el instructor ordenó que se azotara a Alasdeir por su bravuconería y descaro. Sus compañeros desde entonces se reían de él llamándole despectivamente “Uladh” para recordarle aquel episodio. Sin embargo a él no sólo no le molestaba sino que lo hacia reafirmarse en su identidad. Continuaba siendo el más preparado de sus compañeros, sin embargo aquella soltura de su lengua le tenia ahora sumido en la marginalidad.
Sin embargo, un incidente cambió para siempre la situación del jovencísimo Alasdeir.

miércoles, 9 de enero de 2013

Capítulo IX



Cuando volvió a despertar se hallaba en una habitación casi a oscuras. Se levantó y miró a su alrededor. Puso los pies en el frío suelo de tierra y se estremeció. Por la puerta apareció una mujer.

— Ah ya te has despertado dormilón.
— ¿Dónde estoy? — dijo Deri.
— Estás en el dūn (9) de Eochaid, el señor de Connacht.
— ¿Connacht? Pero ¿y mi tío? Mi abuelo estaba... no, mi abuelo.
— Venga acuéstate jovencito, estás aun aturdido.

En el dintel de la puerta apareció una pequeña de largos cabellos rojizos que con los ojos fijos en él y un dedo en la boca sonreía.

— ¿Quién es, Aoife? ¿Está enfermo?
— No está enfermo. Dejémosle descansar — dijo el ama.
— ¿Puedo verlo? — dijo la niña.
— Vamos pequeña Maeve, sal de aquí antes de que me enfade.

Al día siguiente el pequeño Deri se sintió algo mejor y pidió de comer. Le trajeron un poco de caldo de carne y una torta de harina. Después fue a visitarle un hombre alto y moreno con cara de pocos amigos.

— A partir de mañana te prepararás para adiestrarte con los cadetes del (10).
— Quiero ir a mi casa — dijo Deri.
— Tú ya no tienes más deseos que los que yo quiera, y no serán otros que servir a tu rey. ¿Tienes nombre?
— Me llamo Deri. Alasdeir O'Toghda.
— A partir de hoy sólo te llamarás “tú” hasta que te ganes el derecho a tener un nombre. Y recuerda, sólo eres un bastardo nacido entre escoria.

Durante un par de semanas, Deri se negó a entrenarse con los demás niños. Estaban divididos en dos clases, los hijos de los nobles de Connacht y los hijos de plebeyos que podían pagar que su hijo mayor ingresase en las tropas del rey. Entre estos últimos había tres que eran como Deri, niños que habían sido secuestrados en la frontera con el Ulster. El rey Eochaid decía que la manera de vencer al Ulaidh era que sus propios hijos lucharan contra él. Los muchachos mayores observaban risueños el entrenamiento de los recién llegados. Todos se rieron cuando Deri soltó el palo que a modo de lanza le había dado para probar su puntería.

— Es un cobarde. ¿De dónde le han traído? — decían los chicos mayores.

El hombre moreno y alto al que todos llamaban “Señor” se enfrentó a él y le ordenó con un grito que recogiera el palo.

— Tú, recoge el palo.
— Ni lo pienses. Y me llamo Deri — dijo cruzándose de brazos.

La bofetada le hizo caer de espaldas. Todos echaron a reír. Todos menos los recién llegados que temblaban ante el soldado con voz atronadora. Había alguien más que no reía. Desde una ventana una niña pelirroja se mordía los labios para no llorar. La pequeña Maeve era hija del rey Eochaid y observaba a los chicos entrenarse. A ella le habría gustado poder ser uno de ellos. Su vida se reduciría a casarse con alguno de los hijos de algún noble y otorgarle el reconocimiento para poder reinar. En la vieja Irlanda, heredera aun de un ancestral matriarcado prehistórico marcado por el carácter tribal y agricultor, se consideraba que la mujer era la que perpetuaba el linaje ya que era la que tenia a los hijos.
Deri se levantó sangrando y miró con odio al instructor. Se limpió la sangre y se irguió orgulloso.
El hombre recogió el palo y lo tendió al pequeño para que lo tomara. Lo soltó y el palo cayó a los pies de Deri que ni lo miró. El hombre rojo de ira pidió que se lo llevaran de allí inmediatamente o lo acabaría matando. Desde una torre, Eochaid asomado al pretil, observaba atraído por los gritos.

Pasaron algunos días en los que Deri estuvo encerrado sin comer en un cuarto con sólo un hueco por donde entraba algo de luz. Decidió que no se quedaría allí y buscó la manera de escalar la pared hasta llegar a la ventana por donde podría escapar. Comenzó a rascar la pared de barro y poco a poco aprovechando las grietas y los huecos llegó a la ventana. Aquella habitación estaba preparada para cautivos adultos, no para niños y menos con el espíritu libre de Deri. Salió sin problemas y se deslizó por la pared como pudo hasta caer al suelo. Se escondió al oír una voz entre los setos que rodeaban el dūn. Se asomó para ver de quien se trataba y descubrió a la chica pelirroja que se había asomado a su puerta el primer día que despertó en la fortaleza de Eochaid. Ella también se percató y se puso en guardia blandiendo el palo con el que había estado entrenándose como veía hacer a los chicos.

— ¿Quién anda ahí? Sal o entraré a buscarte — amenazó Maeve.
— Por favor, no grites. Me descubrirán.
— ¿Qué haces ahí? Tú eres ese chico que no quiere entrenarse.
— Me llamo Deri. Y no soy un cobarde como dicen.
— ¿Ah no? ¿Y entonces porque no coges el bastón que te dan y soportas que te golpeen y te humillen?
— No voy a ser uno de los cadetes de ese rey Eochaid. Tengo otra cosa que hacer y para eso debo marcharme.
— Ese rey es mi padre y ¿qué es eso tan importante que un niño tiene que hacer?
— Matar a un dragón y a un hombre de hierro.
— ¿Y cómo pretendes matarlos, a pedradas? — dijo Maeve en una carcajada.
— ¿Y tú que hacías aquí con ese palo?
— No te importa.
— Estabas entrenándote Como un chico.
— No sé porqué no puedo hacerlo. Sólo los muchachos podéis entrenar para ser soldados. También yo quiero luchar y matar enemigos — dijo blandiendo el bastón.
— ¿Te das cuenta? Yo no quiero y tú que lo deseas, no te lo permiten.
— Si entrenáramos, podríamos enfrentarnos juntos a ese dragón y a ese hombre, y a quien queramos.
— Pero yo quiero hacerlo ya. Tengo que matarlos. Mataron a mi padre y tienen a mi madre y a mi hermana.
— Coge ese bastón — dijo señalando una rama tirada en el suelo.
— ¿Para qué?
— Cógelo.

Deri tomó el palo y esperó a ver que le pedía Maeve. No supo que hacer cuando ella le dijo: “Defiéndete”. La primera estocada le hizo doblarse sobre sí mismo cuando le dio con la punta del palo en el estomago.

— ¿Pero qué haces? Usa tu arma — dijo señalándole el bastón que había dejado caer.    — ¿Es así como vas a matar al dragón?

Deri se levantó y con la mano en el estómago y ganas de llorar cogió el palo mirando a Maeve con cara de circunstancias.

— Defiéndete — volvió a decir la chica.

Deri levantó el palo y Maeve volvió a intentar el mismo movimiento pero logró evitarlo. No así el siguiente que le asestó en el hombro dejándolo magullado.

— Vuelve a subir la pared y entra en la celda. Le diré a mi padre que te haga salir y te deje estar con tus compañeros. Tú, entrénate y nos veremos aquí todas las tardes para ejercitarnos. Recuerda que no debes decírselo a nadie. Será nuestro secreto. Si mi padre se entera...

Deri aceptó y trepó por la pared para deslizarse de nuevo por el hueco. A la mañana siguiente muy temprano se abrió la puerta y apareció el instructor.

— Sal. El te ha perdonado. Reúnete con tus compañeros. Si por mí fuera te habrías podrido en este agujero.

Deri salió y fue al patio con sus compañeros. Se colocó en el extremo de la fila. Todos le miraban. El instructor ordenó a todos coger el bastón con el que entrenaban. Deri lo miró en el suelo y subió su vista hasta la ventana donde viera a Maeve unos días atrás. Allí estaba ella, observándole. Deri reprimió su voluntad y se agachó a cogerlo, sopesándolo. El hombre alto le miró y sonrió. No le dijo nada. Se dirigió a todos y empezó a darles lecciones sobre la defensa y el ataque. Maeve sonrió también.