domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIII


    ¿Venis de Wyckynlo? — preguntó sin más.

    ¿Y a ti que te importa? — contestó el niño.

    Ian, callate — replicó su hermana zarandeandole.

 

El rubio miró a sus compañeros y todos rieron. El tabernero que se había dado cuenta del asunto se decidió a intervenir.

 

    ¿Desean algo?

    Una cerveza. Voy a sentarme en esta mesa — dijo el extraño al tiempo que apartaba una silla y tomaba asiento.

 

Sus orejas estaban perforadas por varias argollas plateadas que se movian con cada movimiento de su cabeza. Era en verdad un hombre extraño aunque Sinead empezó a percibir un toque familiar en su rostro.

 

    Entonces qué, ¿venis de allí o no? — inquirió de nuevo.

    Dejad a los niños, son unos harapientos que esperan a su abuelo para comer algo — dijo el tabernero mientras dejaba la jarra sobre la mesa.

    Ha dicho que te llamas Ian, ese nombre es gaelico. Seguro que vienes de Erin — comentó el hombre sin hacer caso al tabernero.

    ¿Quién lo pregunta? — se oyó una voz desde la puerta y al unisono los compinches del rubio se giraron para ver.

 

Allí estaba Ardrid empuñando la espada. Los niños suspiraron aliviados aun cuando el temblor que les invadia aún no había desaparecido. Los norteños se abrieron a un lado y el cabecilla que permanecia sentado en la silla de espaldas a la puerta sonrió.

 

    Ardrid, Ardrid, Ardrid. ¿Desde cuando encargan a un zorro viejo cuidar de los polluelos?

    Ejnar. ¿Cómo nos has encontrado? — dijo el viejo bajando el arma.

 

Ian no entendia nada pero Sinead recordó al hombre que, siendo más pequeña, había ido a su granja a llevar las cenizas de aquella otra persona unos años atrás.

 

    Supe lo del Jarl y cuando llegamos a la granja no estabais. No fue dificil encontrar las pistas que nos han traido hasta aquí. Un viejo acompañado de un niño y una jovencita por los puertos del sur no son muy comunes. Supimos que veniais hasta Lundenwic y os hemos estado esperando. Supongo que Flintan debe saber ya que andais por aquí.

    Nos ibamos a embarcar enseguida en un viejo knorr que hay en el puerto y al cual hemos pagado para llevarnos a Yorvik — dijo Ardrid bajando la voz.

    Ya no es seguro. Seguidme.

 

En aquel momento llegó la tabernera con una jarra de leche cubierta por un lienzo.

 

    No hasta que se hayan tomado esta jarra de leche — dijo golpeando la mesa con la vasija.

    No tenemos tiempo que perder — señaló Ejnar poniendo la mano en el hombro de Ardrid.

    No tardarán nada y les vendrá bien si tienen que seguir viajando — repuso de nuevo la mujer. — Y no hay más que hablar.

 

La mujerona estaba acostumbrada a decidir a su antojo y a que se cumpliese su voluntad. No era momento tampoco de formar un escandalo que atrajese miradas peligrosas. Esperaron por tanto a que los niños almorzasen y después de que la mujer les preparara algunas viandas para el camino se marcharon. Ejnar había pertrechado una carreta cubierta y allí colocaron a los niños mientras Ardrid recogia el equipaje del barco. Emprendieron el viaje en cuanto regresó. Buscaron la vieja calzada que subía hacia el norte y se dirigieron hacia Yorvik. La primera ciudad en donde decidieron detenerse fue Hamtun (Northampton). La empalizada que encerraba la ciudad se levantaba frente a ellos. Ejnar se acercó para pedir permiso para pernoctar y cuando regresó no traia buena cara.

 

    Hamtun está cerrada a los forasteros. Parece que ultimamente están sufriendo ataques de bandidos y no quieren extraños.

    ¿Seguiremos entonces? — dijo uno de los norsemen.

    No es seguro, será mejor que acampemos esta noche bajo la empalizada. Podremos solicitar ayuda en caso de ataque — dijo Ejnar visiblemente preocupado. — Esta noche no os alejeis de las armas.

    Seria la primera vez — murmuró otro de los hombres de Ejnar.

 

El fuego crepitaba en la pequeña fogata que habían encendido y los dos niños se acurrucaban uno junto al otro. Ejnar se calentaba las manos cuando Sinead le habló.

 

    Gracias.

    ¿Porqué? — Dijo Ejnar sorprendido.

    Por estar aquí protegiendonos. Tenia mucho miedo cuando ibamos solos con Ardrid.

    No sé porqué.

    Bueno, él siempre nos trata bien aunque a veces es un gruñón. Pero es un viejo y temiamos que alguien nos atacara.

 

Ejnar sonrió. Cogió un poco de vino calentado en la lumbre y se lo entregó a la niña.

 

    No puedo beber vino. No quiero emborracharme.

    Ha perdido el alcohol jovencita. Tomatelo, te calentará el estómago — cuando la chica cogió el cacillo, Ejnar removió las brasas para avivar el fuego. — Creeme pequeña, si estuviese en peligro rodeado de enemigos, no tendria mejor guardaespaldas que el viejo Ardrid.

    Pero si es un anciano.

    Querida niña, ¿acaso crees que ya nació así? Él fue un gran soldado. Tan importante entre los suyos que su rey le nombró instructor de sus cadetes.

    ¿El rey Eochaid de Connacht?

    Vaya sorpresa. ¿Quién te habló de él?

    Ardrid — dijo Sinead sorprendida mientras sus ojos se humedecian.

    ¿Y no te contó que fue allí donde conoció a tu padre?

 

La joven asintió mientras se enjugaba las lágrimas.

 

    Creo que me iré a dormir. El humo me entra en los ojos. Buenas noches Ejnar.

    Descansa jovencita. Mañana tenemos un día bastante largo.

 

Cuando llegó la mañana, estaba Ardrid recogiendo en la carreta los trastos para salir cuando se acercó Sinead y sin mediar palabra se le abrazó al cuello y le espetó un “Gracias” que le dejó extrañado. Se la quedó mirando mientras se alejaba. Dejaron atrás Hamtun y continuaron viaje hacia el norte. Ardrid iba sentado en el borde del carro y detrás de él, sobre fardos, iban los niños. A su lado, escoltandolos, iban Ejnar y los otros norsemen. La niña empujó a Ian y éste a trompicones se acercó al viejo.

    Y bien — dijo Ardrid. — ¿Qué os pasa ahora? No me digais que quereis volver a parar.

    No, Ardrid. Queremos que continues la historia de mi padre. Lo prometiste.

    No tengo ganas ahora, dejadme en paz.

    Por favor, queremos oirte — dijo Sinead mientras le ponia la mano en el brazo.

 

El viejo Ardrid miró la mano de Sinead sobre su brazo y la miró a los ojos. Algo había cambiado en la actitud de la niña. El hombre suspiró y fustigó a los bueyes que tiraban del carro.

 

    Está bien — dijo, con el consiguiente regocijo de Ian. — Por donde iba.

    El rey de Connacht le dijo que era un héroe por salvar a su hija — dijo el niño.

    Ah sí. Está bien, pero no me interrumpáis con preguntas o no os contaré nada más.

martes, 19 de febrero de 2013

Capítulo XII


Ardrid llevaba unos días algo huraño. La tarde antes habían zarpado de Dubris y se dirigían a Lundenwic, a donde llegarían al día siguiente. Sinead pensaba que estaba enfermo o quizás cansado de tanto barco. Al menos ella así lo estaba.

 —    En cuanto lleguemos a ese puerto que dijiste bajaremos a dar un paseo a tierra firme — dijo la niña.
    De acuerdo, pero nada de alejarnos del puerto. No sabemos quien puede vagar por ciudades desconocidas y sé que Flintan tiene espías por todas la tabernas de Anglia.

El puerto fluvial de Lundenwic bullía de gente y brillaba con un extraño resplandor bajo los rayos de un sol frío y pálido. Los tres pasajeros bajaron a tierra y como bien le había advertido Ardrid, Sinead sintió nauseas. Fueron hasta el mercado a comprar alguna fruta. El hombre repartió unas piezas entre los niños pero Sinead no quiso comer.

    Si no comes nada no se te quitará — dijo Ardrid.
    No tengo apetito, además, tengo ganas de vomitar — gimió la niña.
    Sin nada en el estomago no vas a poder hacerlo y no se te van a quitar las nauseas.

La niña mordió la manzana y la masticó con desgana mientras el pequeño Ian daba grandes bocados. Cuando Sinead ya llevaba media pieza comida de pronto se puso cenicienta. Ardrid, que la vio, fue a sujetarla cuando la niña empezó a vomitar.

   ¡Agh! Que asco Sinead. Podías haber avisado — soltó Ian con un gesto de desagrado.
  Ahora te quedarás más tranquila — añadió Ardrid. — Y tú dedícate a lo tuyo renacuajo.
    No, si voy a tener yo la culpa —contestó el pequeño.

La escena no pasaba desapercibida a un par de hombres que tomaban el sol apoyados en un montón de redes. Vestían camisas hasta las rodillas al estilo escandinavo y se cubrían con sendos pañuelos. Las descuidadas barbas les llegaban hasta más abajo del pecho. El más mayor dio un codazo al compañero.

    Ve a preguntar a ese knorr de donde vienen.

El marino llegó al cabo de un rato.

    Por lo visto han llegado hoy desde Dubris. Pero uno de los marineros me comentó que partieron hace una semana de Wykynlo. Tienen que ser ellos sin duda.
    Seguro que sí. Voy a avisar al jefe. No les pierdas de vista.

Los tres viajeros permanecían ajenos a la conversación mantenida unas decenas de metros más allá. Cuando Sinead se hubo calmado, el viejo decidió visitar alguna de las tabernas en busca de leche. Se acercó a una donde no había un excesivo tumulto. Entró y llevó a los niños hacia un rincón apartado.

    Quedaos aquí quietos y no habléis con nadie ¿Entendido?

Los pequeños asintieron y Sinead abrazó a su hermano para protegerlo. En la taberna había sólo un grupo de hombres que reían y bebían haciendo comentarios sobre los distintos barcos en los que habían navegado. Ardrid se acercó al mostrador y pidió un vaso con cerveza y una jarra con leche.

    ¿Leche? No tenemos de eso aquí forastero — dijo el tabernero.
    ¿Es para los niños buen hombre? — añadió la que parecía ser su esposa y que estaba retirando algunas jarras vacías del mostrador.
    Así es. Hace varios días que sólo toman cerveza aguada y arenques.
    No te preocupes, a dos manzanas de aquí mi hermana tiene un par de cabras. Seguro que algo de leche tendrá. Voy a buscarla y enseguida la traigo.
    ¿Y mientras la taberna se queda sola? — protestó su marido.
    En vez de charlar y beber con esos brutos atiende tú a los clientes, que por cierto, aparte de tus amigotes y de estos amables forasteros no veo a nadie más.

El marido rezongó entre las risas de los marineros que golpeaban la barra con sus jarras aplaudiendo la fiereza de la mujer. Mientras la tabernera iba por la leche, Ardrid se fue con los niños.

    Sentaos ahí, no os mováis. Voy a hacer un recado y sólo tardaré un minuto.
   ¿Adonde vas ahora Ardrid? Tengo miedo — susurró Sinead.
    Quiero comprar algo de comida fresca para el resto del viaje hasta Yorvik. ¿O pensáis comer arenques durante la próxima semana? En cuanto vuelva y os toméis la leche nos embarcaremos de nuevo.

Ardrid salió por la puerta y los pequeños se quedaron encogidos en su mesa mientras los marineros les miraban como un gato a un ratón. Poco tiempo les duró la curiosidad y enseguida volvieron a su conversación. Los niños se quedaron más tranquilos. En la puerta de la taberna aparecieron varios hombres. Uno de ellos señaló a los críos y un hombre alto y rubio se les acercó. Sinead e Ian se encogieron como conejillos a cada zancada del hombre. A diferencia de los que le acompañaban y de la mayoría de hombres que conocían  llevaba el pelo corto. Una barba recortada y dorada le cubría la barbilla, malcubriendole una cicatriz en el mentón. Sus ropas eran, como casi la de la mayoría de los habitantes de la zona, del tipo que usaban los hombres del norte. Una camisola cerrada hasta el cuello redondo y amplias mangas cerradas en los puños, que les llegaba hasta medio muslo, ceñida por un cinturón. Un pantalón hasta los tobillos bastante ceñidos y una chaqueta de cuero complementaban el atuendo. El desconocido llegó hasta ellos y se apoyó con los nudillos en la mesa. Tras él, sus acompañantes prácticamente taparon toda la visión de los niños. Sinead buscaba infructuosamente al anciano. ¿Porqué los dejó allí solos?

    ¿ Venís de Wyckynlo? — preguntó sin más.

 

jueves, 7 de febrero de 2013

Capítulo XI


Mientras jugaba con algunos de sus compañeros a la orilla del río se acercaron Eochaid y su esposa a disfrutar del escaso sol de verano que aquel día había querido salir para variar. La pequeña Ainne jugaba alrededor de su madre cuando un soldado se acercó llevando de las riendas un poney para que la princesa lo montara. El asintió dando permiso y el hombre subió a la niña al lomo del pequeño animal. Los poneys eran fuertes y acostumbrados a la fatiga y solían ser tranquilos, pero a pesar de lo que pudiera parecer por el tamaño de sus patas, eran relativamente veloces. La niña reía observada por sus padres mientras los niños se entrenaban luchando con sus manos en una especie de lucha grecorromana desnudos de cintura para arriba. Maeve les animaba tímidamente ya que no quería volver a ser objetivo de los reproches de su padre. De pronto el poney se asustó y se le escapó al soldado de la mano.

 

Los gritos de la familia hicieron que todos se giraran. La reina arrodillada con los brazos extendidos señalaba hacia donde se desarrollaba la tragedia. Eochaid y el soldado corrían tras el poney donde se aferraba la pequeña Ainne. Los muchachos se quedaron boquiabiertos sin saber como reaccionar. El instructor soltó al chico con el que se ejercitaba y salió en pos del cuadrúpedo que se alejaba con la niña encima. Las largas crines ayudaban a que se asiera la pequeña que, de caerse se estrellaría contra un suelo cuajado de piedras cortantes como navajas. Los tres hombres trataban de rodear al caballo para hacerlo detenerse abriendo los brazos. En uno de los giros, con la niña ya casi colgando en el vacío, el poney se acercó a donde estaban los muchachos. Deri no se lo pensó dos veces y se tiró al cuello del caballo. Éste se encabritó tratando de quitárselo de encima. Deri sintió que las crines se le escurrían de las manos y se asió con fuerza a lo primero que agarró. Por suerte fue la oreja del equino, el cual torció la cabeza y dobló las patas delanteras, deteniéndose y arrodillándose. Deri le tomó del labio superior y, tirando hacia sí, le torció el cuello hasta dejarlo indefenso. Subió su pierna sobre el grueso cuello del animal y se sentó sobre él a horcajadas. Inmediatamente los dos hombres que lo perseguían se lanzaron sobre las patas que seguían coceando al aire y lograron reducirlo definitivamente. Eochaid recogió a la pequeña Ainne y poniéndola sobre sus propios pies comprobó su estado. Tan sólo algún arañazo y un golpe en la rodilla parecía, a simple vista, ser el daño de la niña. Deri se levantó con el cuerpo cubierto de cortes del forcejeo en el suelo sobre las piedras. El resto de compañeros se arremolinó en torno al pequeño héroe mientras los dos hombres soltaban al poney que, una vez libre, se sacudió las crines y se alejó unos metros para ir a beber al río. La reina y Maeve llegaron después. La mujer lloraba abrazando a su pequeña mientras la jovencita se acercó a ver qué le había sucedido a su amigo.

 

    ¿Estás bien?

    Sí — dijo el joven Alasdeir. — Sólo es un rasguño.

 

Eochaid y su esposa se dispusieron a marcharse hacia el dūn dando por finalizada la tarde. El instructor de Alasdeir estaba revisando los cortes de sus piernas cuando una mano se posó en su hombro. Era Eochaid que se había vuelto tras dejar a su esposa e hijas al cuidado de algunos cortesanos que acudían a ver que era aquel barullo.

 

    Joven, has sido un valiente. Serás recompensado por ello como mereces.

 

El Rī se retiró y los muchachos felicitaron a Alasdeir, mientras el hombre grande les ordenaba recoger todo para volver al dūn a que le vieran las heridas.

 

Al día siguiente le permitieron quedarse en cama y curarse de las magulladuras. Deri estaba totalmente dolorido. De pronto alguien abrió la portezuela. La melena de color de fuego de Maeve iluminó el hueco.

 

    Has hecho algo que ni siquiera un soldado de mi padre habría hecho.

    No digas tonterías, tan sólo tiré de la oreja de ese poney.

    Te expusiste al peligro sin pensar en las consecuencias. Eres todo un héroe.

 

Alasdeir sonrió mientras Maeve se sentaba a su lado y le miraba las piernas. A pesar de que eran cortes superficiales mostraban un aspecto desolador.

 

    ¿Duele mucho? — preguntó con cara de preocupación.

    Sólo si me muevo — dijo mientras la chica rozaba con los dedos las heridas. — Y si me tocas, ten cuidado — Maeve dio un respingo.

 

Al anochecer el hombre grande vino a buscarle ya que el Rī deseaba verle. Como pudo se incorporó ya que las heridas empezaban a secarse y le producía una dolorosa tirantez. Caminaba con dificultad pero firme. El instructor le acompañaba con la mano en el hombro mirando hacia el frente. Llegaron al salón del Rī. Éste estaba allí con su esposa e hijas. En derredor suyo se disponían una serie de hombres que componían la corte del Rī Eochaid del Connacht. Con un gesto le hizo acercarse y el hombre grande le indicó con una leve presión en el hombro que debía arrodillarse. Con un gesto de dolor se colocó como estaba prescrito.

 

    Ayer demostraste tener un valor superior a todos tus compañeros y al de muchos hombres hechos y derechos — dijo el Rī dirigiéndose a sus nobles.

 

Los nobles se miraron y asintieron. El Rī se levantó y dio un paso hacia él. Alasdeir se estremeció ante la cercanía de tan poderoso señor.

 

    Creo que te debo una disculpa — dijo ante el estupor de todos, incluido el joven. — Creo que mi hija no tendría mejor hermano que tú. Desde hoy tienes mi permiso para que podáis estar juntos el tiempo que vuestras obligaciones os permitan.

 

El hombre grande dio un ligero puntapié a Alasdeir y este agradeció al rey sus palabras.

 

    Además, en cuanto acabes tu formación serás nombrado guardián personal de la Reina y de mis hijas. En tus manos estarán cuidadas como bajo la custodia del mejor de mis perros.

 

Alasdeir recordó la historia del pequeño Setanta, el mayor héroe legendario del Ulster.
 
             "Setanta era sobrino del Rī Connor McNessa de Ulster y de niño se entrenaba junto a los hijos de los nobles del reino, como hacía él ahora. Una tarde el Rī fue invitado por un rico herrero de la zona llamado Cullan. Connor preguntó a Setanta si quería acompañarle y éste, que estaba jugando a hurling (especie de jockey) con sus compañeros, le dijo que iría más tarde. En el banquete todos bebieron y comieron sin advertir al herrero de que faltaba un invitado. Cullan solía soltar un enorme perro muy fiero que guardaba su fortaleza al caer la noche. De pronto unos ladridos formidables asustaron a los comensales y todos repararon en que el can habría detectado la presencia de Setanta. Cullan se horrorizó pues imaginó que el pobre chico ahora sólo seria un cadáver ensangrentado. Nada más lejos de la realidad, Setanta al ver al perro lanzó la pelota de hurling directo a la boca y ya, desarmada la bestia al no poder morderle, la remató con el bate. Cuando todos vitoreaban al valiente Setanta observaron que Cullan sin embargo lloraba junto a su perro. Setanta, arrepentido, se acercó al herrero y le prometió criar un perro para reponer a su animal perdido y mientras tanto él mismo le serviría como el más fiero de los canes. Este amable  gesto le valió el nombre con el que todos le conocerían más tarde, Cu Chullain, el podenco de Cullan."
 
 
Eochaid volvió a sentarse y Deri se levantó para marcharse. Cuando casi estaba a punto de salir, el Rī le habló.

 

    Una vez me dijiste que nunca serias un hombre de Connacht. En aquel momento lo tomé como un insulto. Hoy te puedo decir que eres un orgullo para mí y que ojalá todos los hombres de Connacht fueran tan nobles como tú. Ese nombre con el que algunos se ríen de ti a tus espaldas, sea a partir de hoy un ejemplo para tus compañeros, Uladh.

    Gracias mi señor.

Alasdeir se marchó henchido de orgullo y sus compañeros le esperaban en el patio. Se agruparon a su alrededor y sin atender a sus ruegos y gestos de dolor lo alzaron sobre los hombros del mayor de ellos. “¡Uladh, Uladh!” gritaban a coro. Desde una ventana la rubia melena de Maeve observaba orgullosa al que ahora ya era oficialmente su hermano.