martes, 19 de febrero de 2013

Capítulo XII


Ardrid llevaba unos días algo huraño. La tarde antes habían zarpado de Dubris y se dirigían a Lundenwic, a donde llegarían al día siguiente. Sinead pensaba que estaba enfermo o quizás cansado de tanto barco. Al menos ella así lo estaba.

 —    En cuanto lleguemos a ese puerto que dijiste bajaremos a dar un paseo a tierra firme — dijo la niña.
    De acuerdo, pero nada de alejarnos del puerto. No sabemos quien puede vagar por ciudades desconocidas y sé que Flintan tiene espías por todas la tabernas de Anglia.

El puerto fluvial de Lundenwic bullía de gente y brillaba con un extraño resplandor bajo los rayos de un sol frío y pálido. Los tres pasajeros bajaron a tierra y como bien le había advertido Ardrid, Sinead sintió nauseas. Fueron hasta el mercado a comprar alguna fruta. El hombre repartió unas piezas entre los niños pero Sinead no quiso comer.

    Si no comes nada no se te quitará — dijo Ardrid.
    No tengo apetito, además, tengo ganas de vomitar — gimió la niña.
    Sin nada en el estomago no vas a poder hacerlo y no se te van a quitar las nauseas.

La niña mordió la manzana y la masticó con desgana mientras el pequeño Ian daba grandes bocados. Cuando Sinead ya llevaba media pieza comida de pronto se puso cenicienta. Ardrid, que la vio, fue a sujetarla cuando la niña empezó a vomitar.

   ¡Agh! Que asco Sinead. Podías haber avisado — soltó Ian con un gesto de desagrado.
  Ahora te quedarás más tranquila — añadió Ardrid. — Y tú dedícate a lo tuyo renacuajo.
    No, si voy a tener yo la culpa —contestó el pequeño.

La escena no pasaba desapercibida a un par de hombres que tomaban el sol apoyados en un montón de redes. Vestían camisas hasta las rodillas al estilo escandinavo y se cubrían con sendos pañuelos. Las descuidadas barbas les llegaban hasta más abajo del pecho. El más mayor dio un codazo al compañero.

    Ve a preguntar a ese knorr de donde vienen.

El marino llegó al cabo de un rato.

    Por lo visto han llegado hoy desde Dubris. Pero uno de los marineros me comentó que partieron hace una semana de Wykynlo. Tienen que ser ellos sin duda.
    Seguro que sí. Voy a avisar al jefe. No les pierdas de vista.

Los tres viajeros permanecían ajenos a la conversación mantenida unas decenas de metros más allá. Cuando Sinead se hubo calmado, el viejo decidió visitar alguna de las tabernas en busca de leche. Se acercó a una donde no había un excesivo tumulto. Entró y llevó a los niños hacia un rincón apartado.

    Quedaos aquí quietos y no habléis con nadie ¿Entendido?

Los pequeños asintieron y Sinead abrazó a su hermano para protegerlo. En la taberna había sólo un grupo de hombres que reían y bebían haciendo comentarios sobre los distintos barcos en los que habían navegado. Ardrid se acercó al mostrador y pidió un vaso con cerveza y una jarra con leche.

    ¿Leche? No tenemos de eso aquí forastero — dijo el tabernero.
    ¿Es para los niños buen hombre? — añadió la que parecía ser su esposa y que estaba retirando algunas jarras vacías del mostrador.
    Así es. Hace varios días que sólo toman cerveza aguada y arenques.
    No te preocupes, a dos manzanas de aquí mi hermana tiene un par de cabras. Seguro que algo de leche tendrá. Voy a buscarla y enseguida la traigo.
    ¿Y mientras la taberna se queda sola? — protestó su marido.
    En vez de charlar y beber con esos brutos atiende tú a los clientes, que por cierto, aparte de tus amigotes y de estos amables forasteros no veo a nadie más.

El marido rezongó entre las risas de los marineros que golpeaban la barra con sus jarras aplaudiendo la fiereza de la mujer. Mientras la tabernera iba por la leche, Ardrid se fue con los niños.

    Sentaos ahí, no os mováis. Voy a hacer un recado y sólo tardaré un minuto.
   ¿Adonde vas ahora Ardrid? Tengo miedo — susurró Sinead.
    Quiero comprar algo de comida fresca para el resto del viaje hasta Yorvik. ¿O pensáis comer arenques durante la próxima semana? En cuanto vuelva y os toméis la leche nos embarcaremos de nuevo.

Ardrid salió por la puerta y los pequeños se quedaron encogidos en su mesa mientras los marineros les miraban como un gato a un ratón. Poco tiempo les duró la curiosidad y enseguida volvieron a su conversación. Los niños se quedaron más tranquilos. En la puerta de la taberna aparecieron varios hombres. Uno de ellos señaló a los críos y un hombre alto y rubio se les acercó. Sinead e Ian se encogieron como conejillos a cada zancada del hombre. A diferencia de los que le acompañaban y de la mayoría de hombres que conocían  llevaba el pelo corto. Una barba recortada y dorada le cubría la barbilla, malcubriendole una cicatriz en el mentón. Sus ropas eran, como casi la de la mayoría de los habitantes de la zona, del tipo que usaban los hombres del norte. Una camisola cerrada hasta el cuello redondo y amplias mangas cerradas en los puños, que les llegaba hasta medio muslo, ceñida por un cinturón. Un pantalón hasta los tobillos bastante ceñidos y una chaqueta de cuero complementaban el atuendo. El desconocido llegó hasta ellos y se apoyó con los nudillos en la mesa. Tras él, sus acompañantes prácticamente taparon toda la visión de los niños. Sinead buscaba infructuosamente al anciano. ¿Porqué los dejó allí solos?

    ¿ Venís de Wyckynlo? — preguntó sin más.

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Quién será éste jefe?
Esperando más, Uladh, y como siempre se me ha hecho un poco corto :P
Será que lo bueno dura menos, ¿eh?